Algunos lo tienen fácil
Ángela
2-9-2022
Ángeles M. era de 10 en todo: matemática, lengua, ciencias… daba igual, en todo era extraordinaria, pero a mí me maravillaban sus traducciones de latín. Era increíble. Yo comenzaba a traducir y cuando ya entendía de lo que se estaba hablando, lo daba por bueno. Llegaba la hora de latín y la profesora elegía a algún alumno para leer su traducción. El latín era una de las asignaturas difíciles, tanto como las matemáticas, así es que en general, las traducciones dejaban mucho que desear. A mí no se me daba mal, era de las buenas, pero Ángeles era otra cosa. Tan buenas eran sus traducciones que llegó un momento en que yo estaba impaciente por saber con qué nos iba a sorprender ese día con su Guerra de las Galias.
Era fantástico. Donde mis legiones andaban por esos campos, las legiones de Ángeles corrían que se las pelaban por aquellos montes, se desparramaban por esas llanuras ocupando todo el espacio. ¡Qué despliegue! El enemigo no tenía nada que hacer. Mis pobres soldados romanos no habrían salido nunca de Italia. Y el caso es que tanto sus soldados como los míos hacían lo mismo, pero a los míos les faltaba actitud; los de Ángeles, si dura un poco más el curso, consiguen que los chinos hablen latín.
Tenía mérito. Todos teníamos mérito en aquellos años. Los que no estudiaron el bachiller se levantaban de madrugada para ir a trabajar a las fábricas, los almacenes, los talleres y ahí se prepararon profesionalmente. Trabajaron mucho para que sus hijos se convirtieran en los médicos, ingenieros, mecánicos, carpinteros, informáticos de ahora mismo.
Las condiciones de estudio dejaban mucho que desear. El instituto estaba muy bien. Era nuevo, lo estrenamos nosotros. Los profesores, magníficos. Jóvenes entusiastas felices de poder enseñar a esos chicos de los barrios tan periféricos que salías de clase y estabas en el campo. Antes todo era campo.
Mucho tiempo después, una amiga que llevaba años trabajando en institutos de distintos pueblos y que tras diez o quince años intentándolo consiguió aprobar las oposiciones de inglés, me dice: “No les interesan nada las clases y la verdad no me extraña, no sé para qué quieren aprender si no van a salir de aquí, si van a trabajar en el campo como sus padres”. Me quedé perpleja. ¡Menos mal que mis profesores no tenían nada que ver con esa imbécil!
Sí, el instituto era excelente, pero estudiar en casa era un poco complicado. Cuando vives en una casa de menos de cincuenta metros con otras ocho personas más, encontrar un sitio para abrir el libro no es tan fácil, sobre todo cuando tres hermanos más también tienen que abrir sus libros (las tres mayores estaban trabajando en una fábrica). Bibliotecas no había, ni una (bueno sí, una. La fábrica donde
trabajaban las mayores tenía biblioteca, de ahí salieron nuestras lecturas). Ni siquiera el instituto tenía, era demasiado nuevo. Me llama siempre la atención cuando escritores de mi edad y mayores cuentan lo que les gustaba entrar en las bibliotecas de sus padres, de sus abuelos, o en esas salas llenas de libros de la gran casa familiar donde pasaban el verano. Está claro que vivíamos en mundos muy distintos. Los chicos de los barrios sólo teníamos acceso a los libros de estudios y porque nos servían los de los hermanos mayores. Todavía no les había dado por cambiar los libros de texto cada año.
Todos teníamos mérito en aquellos barrios, pero Ángeles M. tenía más. Ella y sus amigas venían de la U.V.A. de Hortaleza. Si Canillas era un barrio complicado, la UVA era un mundo aparte. Los pandilleros abundaban en todos los barrios pero cuando alguien decía “que vienen los de la UVA”, ya estaba liada. Ser una estudiante magnífica viniendo de la UVA es algo casi extraterrestre. No volví a ver a Ángeles después del instituto, pero estoy segura de que los estudios que realizara los sacó con nota y que lo que haya conseguido en su vida ha sido por sus méritos.
Llegar a la Universidad no era fácil. Muchos lo conseguimos porque trabajábamos durante el día y hacíamos los cursos nocturnos (en realidad el horario era de 6 a 10 de la noche). Levantarse a la 7 de la mañana, coger tres autobuses y andar un kilómetro más para trabajar ocho horas, volver a coger el autobús, el metro y otro autobús para llegar a la Autónoma o la Complutense y tras terminar las clases regresar a casa a las 12 de la noche, no es fácil, pero el resultado de ese esfuerzo es muy satisfactorio. No le debemos nada a nadie. Trabajamos todos para todos y así salimos adelante no sólo la gente de los barrios, sino el país entero. El esfuerzo individual es el esfuerzo colectivo.
Y ahora llegan unos liliputienses mentales a decirnos que nuestro esfuerzo no vale para nada, que «el mito de la meritocracia convierte los problemas colectivos en problemas individuales” (esto sí que es hablar por hablar, no sabe ni lo que dice), “pero no te cuentan que lo que importa no es tu esfuerzo, sino muy probablemente, tu código postal, tu entorno y tu capital cultural». Eso que os lo cuenten a los imbéciles, a los demás no hace falta que nos lo cuenten, lo sabemos todos desde que el mundo es mundo: Los ricos lo tienen todo desde que nacen, los menos ricos lo tienen casi todo y los demás nos buscamos la vida. Todos sabemos que cualquier idiota puede llegar a secretaria de Estado o ministra o ministro sólo por ser la novia de, la hija de, el nieto de. Así es, y hace falta ser además de idiota, muy cínica para decir no te esfuerces que ya estoy yo, por muy boba que sea, para que me coloquen en un alto cargo y ganar más de 120.000 euros al año sin haber hecho el más mínimo esfuerzo en mi vida.
Hemos hecho muchos esfuerzos para conseguir un país en el que un obrero sea propietario de su casa, de uno o dos coches, sus hijos estudien en la universidad o en centros de formación profesional, para que ahora, por la ineptitud de unos políticos de mierda el paro juvenil sea el doble de la media de la Unión Europea; unos jóvenes a los que les será imposible comprarse una casa y tienen que pagar un alquiler que les supone más de la mitad del salario, si lo tienen; que la luz tenga unos precios astronómicos y comer pollo se esté convirtiendo en un lujo. Mientras tanto esta clase política que vive muy bien de los impuestos recaudados por un Estado depredador, se dedica a decir gilipolleces un día sí y otro también.