A esto lo llaman arte
Ángela
17-5-2019
Este año 2019 toca Bienal, la exposición internacional de arte más importante que reúne cada dos años en Venecia a los considerados mejores artistas del momento, pintores, escultores y, desde hace unos años, instaladores. Los instaladores ponen cosas en una habitación, oscura normalmente; hacen instalaciones de cualquier cosa: lavabos, mesas, váteres, perchas… y tiran muchas cosas al suelo: arena, papeles, botellas de plásticos vacías, llenas (les encanta el plástico), y ponen muchos vídeos que repiten sin parar las mismas imágenes en general bastantes catastróficas o deprimentes que retratan al hombre como un loco que solo pretende la destrucción del mundo. Y para denunciar todo lo malo de la sociedad (la deshumanización, la soledad, el cambio climático, temas que les gusta mucho, ponen un montoncito de lana de oveja en el suelo, o un montón de pantalones y sombreros de hombre también en el suelo. Bueno, a veces hay un traje en una silla, o una cafetera. Estos instaladores son los nuevos artistas. “Artistas” que “denuncian” la mala situación de la sociedad pero a los que nadie conoce fuera del mundillo de marchantes, galeristas y coleccionistas porque a la gente no le interesa lo que hacen. Ni a ellos les interesa la gente. Para vosotros, pero sin vosotros, que no entendéis nada. Para eso están los críticos,
para explicarnos lo que quieren decir. Este año parece que está triunfando con su desparrame (la botella de plástico no podía faltar, claro) la instaladora Laure Prouvost del pabellón de Francia; más de una hora de cola tienen que hacer los que avisados por estos críticos no se van de la Bienal sin ver su instalación.
Los pintores también tienen lo suyo, pero eso viene de lejos. El siglo XX significó, salvo excepciones la destrucción de la pintura. El surrealismo, el dadaísmo, y todos los –ismos se fueron sucediendo hasta hacer desaparecer primero a la figura humana y luego a la pintura misma de los cuadros. El hombre y su paisaje se transformaron en figuras geométricas de distintos colores en el mejor de los casos, o en figuras monstruosas en blanco y negro. Trocaron la belleza por la fealdad, lo sublime por lo grotesco, lo profundo por lo banal. Y ahí siguen. Eso sí, moviendo mucho dinero.
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