El día más esperado
Ángela
3-1-2016
La Navidad es mi infancia y termina el día de Reyes. Comienza bien y acaba a lo grande. Porque termina con el día más esperado del año, el día que llegaban los Reyes Magos. Y eran magos de verdad. Nos traían regalos.
Yo también recuerdo cómo temblábamos de frío (teníamos una cocina de carbón y mucho más tarde una estufa de gas pero sólo en el pequeño comedor, que se apagaban por la noche), pero sobre todo de emoción, la emoción de recibir los primeros y únicos juguetes del año. Era difícil dormir pensando en cuándo llegarían y qué nos dejarían. No recuerdo haber pedido nada en concreto, salvo unos patines que me llegaron un poco tarde, pero algo tendríamos, seguro. Porque los más pequeños tuvimos la suerte de que las hermanas mayores que comenzaron a trabajar antes de los 14 años, cosiendo o bordando, al poco tiempo estaban trabajando en una empresa con seguridad social y todo, incluso biblioteca. Mis primeras lecturas aparte de los libros escolares fueron los libros que mis hermanas sacaban de allí. Libros de mayores, pensaba yo, ¡qué suerte la mía! Mi madre también pensaba que eran de mayores pero que eso no era una suerte, y me escondía para que no me viera leerlos. He leído Los Thibault, un libro gordo donde los haya, escondida debajo de la cama. Claro que yo me leía las hojas del periódico donde venía envuelta la comida, la carne, el pescado primero en papel de estraza y después el periódico. Lo estiraba bien y ya está. Ahora que lo pienso, ni siquiera sé si entendía algo, y muchas veces se cortaba el artículo y no sabía cómo terminaba, ¡qué rabia!, pero me daba igual, el caso era leer. Una adicción como otra cualquiera.
Pero, a lo que voy, que soy muy dispersa; la empresa regalaba a los hijos o hermanos de los trabajadores juguetes para Reyes. Uno para cada hermano. Recuerdo unos muñequitos, niño y niña sentado en un pupitre de madera, y muñecas con unos vestidos preciosos (y eso que yo no era muy de muñecas, por eso pedía los patines insistentemente), juegos de mesa…
Aunque lo mejor de todo eran los estuches de pinturas. Como la empresa era alemana los estuches traían bolígrafos, lápices y pinturas de colores Faber Castell, las mejores del mundo, sin comparación con las Alpino a las que se les rompían la punta y no duraban nada. Eso sí que era un tesoro. Vuelvo a Proust: el olor a nuevo de esos estuches me lleva instantáneamente a la Navidad.
Así es que todo el agradecimiento del mundo para mis hermanas mayores que no tuvieron nada de eso, que se levantaban antes de las 7 de la mañana para ir a trabajar a una fábrica 8 horas, y además se pasaban las tardes haciéndonos los vestidos con retales o deshaciendo otros para volverlos a hacer a nuestro tamaño, pero que disfrutaban al vernos tan nerviosos al romper los papeles que envolvían los regalos, casi sin acertar a hablar, ¿éste es el mío?
La Navidad es mi infancia, y mi padre y mi madre y mis hermanas mayores que trabajaron tanto y se sacrificaron para sacar una familia adelante, y mis hermanos pequeños que como yo, vivimos una infancia mejor, y disfrutamos juntos de esos momentos extraordinarios.
Ya queda poco para ese momento mágico en el que los más pequeños se pondrán nerviosos cuando nos juntemos todos para repartir los regalos que nos han dejado los Reyes Magos.
Y se acabó la Navidad.
Pero el año próximo viene por ahí.